Un alma compartida



Guardan la historia y el tiempo una terrible verdad acerca de la grandiosa Mezquita de Córdoba.
Se dice que en ella vivía un gran califa, querido por todos los habitantes de su reino por su sabiduría y compasión. Tenía un único heredero,  una hermosa niña de siete añitos, con grandes ojos color aguamarina, cabello negro que caían por su esbelto cuello como una catarata y una boca perfecta, de la que decían que si por ella se asomaba una sonrisa, era capaz de iluminar todo el cielo nocturno de Córdoba con su belleza. Este califa estaba loco por su hija, y si digo loco, no es precisamente en sentido figurado. Era capaz de regalarle cualquier cosa que ésta le dijera, por muy fantástica que fuera, se las arreglaba para traer de más allá de los confines de la tierra el regalo que se le antojase a su pequeña. Esto, más temprano que tarde, le traería funestas consecuencias.

Era un día de primavera, todas las flores se abrían para mostrar generosas su aroma y hermosura, todos los pajarillos del enorme reino cantaban al unísono mientras la pequeña Aini corría de un lado a otro sin parar de reír, en el jardín que su padre le había regalado por su quinto cumpleaños. De repente se paró frente a  un gran árbol, que se erguía hacia el cielo y se perdía entre las nubes. Allí señaló hacía arriba y grito desesperadamente ``¡padre, madre, venid!´´. El grito voló por todo el palacio como un ruiseñor acechado por un gran águila de garras furtivas y llegó hasta los oídos de su ocupado padre que se encontraba en audiencia con un importante gobernador. Se levantó de inmediato de su trono y salió corriendo, pasándole por su cabeza terribles imágenes y seguido por veinte guardias con armas refulgentes a la luz y miradas perdidas en el rostro temeroso de su señor.  Cuando llego junto a su hija, la miró esperando encontrar un rastro de sangre o quizás solo una pequeña herida, pero se la encontró sentada sobre su lindo vestido de seda señalando hacia arriba del enorme árbol y diciendo:
``Padre hay un pajarito que se esconde de mí por aquellas hojas´´, el califa no daba crédito a su asombro, y cuando todos creían que iba a saltar en un arrebato de furia por haber interrumpido una cita tan importante si causa justificada, sonrió y dijo alegremente “Amor mío nadie podría esconderse de ti, solo se habrá asombrado por tal belleza, haré que te lo bajen inmediatamente”. Con esta orden,  trajeron una jaula de oro y plata y encerraron en tan rica cárcel al pajarito de vivos colores, que piaba y piaba en un intento desesperado y vano de  liberarse.
Los días transcurrían y Aini pasaba las horas con su precioso prisionero, oyéndolo cantar, dándole de comer …, se encariño de tal modo con el pajarillo que un día de frio invierno le dijo a su padre: `` Padre quiero que me regales un gran bosque, aquí, para que mi pajarito juegue entre los árboles y no tenga que sentir frio afuera´´ . Asombrado por tal cosa, el califa le respondió: ``Hija mía, tal cosa que me dices es imposible, pero no llores, tu padre te conseguirá un lugar donde podréis jugar en invierno´´,  y de este modo fue como nació el bosque de columnas que hoy  en día es tan famoso por todo el mundo.  Las malas lenguas dicen que lo construyeron para representar un oasis en el desierto pero esa es una falsa leyenda que quiere guiar por senderos equivocados.

Todavía tenían que ocurrir hechos importantes en nuestra historia.  Aini se pasó todo el invierno persiguiendo a su alegre amigo por aquel gran espacio que su padre había construido para ella, pero un mal día el pájaro cayó enfermo allí, en el suelo de aquel frio bosque, y para cuando el califa decidió ver como se lo estaba pasando su hija, la encontró tirada en el suelo con aquel pajarillo al lado de su cabeza, sin respuesta alguna. Corrió a su lado rápidamente, ordenó llevar al pájaro a su jaula y que recibiera los cuidados necesarios y él mismo llevó a su querida Aini a su cuarto, la tumbó sobre su enorme cama llena de cojines y llamó a gritos al mejor de los médicos que allí residía. Pasaron los días con la misma dinámica, la madre de Aini y esposa del califa se pasaba los días llorando de amargura, el propio califa se iba envenenando con ideas falsas hasta perder del todo la cabeza, y Aini no mejoraba.
El califa ordenó matar a todos los hombres o mujeres que pasaron por el bosque de columnas antes que él y mando buscar algún rastro, pista o algo que le impidiera culparse más por lo sucedido, pero solo él sabía que la culpa era únicamente suya, por haber dejado sola tanto tiempo a su hija en aquel lugar frio y vacio, sin ningún tipo de protección. Siguieron pasando los días, las horas, los minutos y los segundos y Aini seguía empeorando hasta que sus fuerzas cesaron y su corazón dejo de latir. El padre se la encontró muerta justamente al amanecer de su octavo cumpleaños. Pidió perdón a Alá por algo que había hecho mal, por si algo le había ofendido para que se hubiera llevado a su hija a una edad tan temprana.
Fue a ver el único recuerdo que le quedaba de su hija y se lo encontró también muerto, en aquella cárcel de oro.
 Entonces entendió todo, cuando se la encontró tirada en el suelo  junto al pájaro y ahora esto, Alá había querido que sus almas se unieran en una en este punto del tiempo. Enterró a su hija junto al pájaro, ambos bañados en oro, en una enorme tumba situada en el interior del magnífico bosque de columnas, donde a la pequeña Aini le habría gustado tener su cama eterna siempre.  Construyó una enorme puerta en la que presidía un pájaro, señal desde entonces de mala fortuna para aquel mismo califa. Hoy en día todavía se puede apreciar la belleza de dicha puerta y aunque los colores se borraron por el paso de los años el horror todavía reside en aquella silueta.  Justamente la noche en la que se termino la grandiosa puerta, el califa mandó asesinar  a su esposa y él mismo se suicidó tirándose del mismo árbol donde desgraciadamente el destino quiso que encontrara a su hija con el culpable de su perdición y así sin más, se arrojó al vacío, dejando tras de sí una culpabilidad que nunca se podría borrar de aquellas columnas.


Pasaron los años y  el palacio situado junto a la gran mezquita se destruyó, dejando solo el gran boque de columnas y aquel jardín que se construyo como regalo para una preciosa niña. Desde entonces, el grandioso bosque de columnas,  se destinó al culto religioso, por el recuerdo perdido de una niña a la que un padre insensato pensaba que se lo estaba dando todo, todo menos una cosa.

1 comentario:

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